Un buen samaritano en China presta su ayuda a una persona arrollada y termina acosado, demandado por la familia de la persona que quiso ayudar. Un hostigamiento lo llevó hasta el suicidio.
Leer hoy la noticia, que reproduce
BBC Mundo me ha impactado sobremanera y me hace recordar que quizás yo también pude haber estado en esa misma situación, con la diferencia de que yo me puedo defender de una demanda y que no me voy a suicidar.
Les cuento lo que me ocurrió en Santo Domingo, República Dominicana. Tres minutos con treinta segundos es mi cálculo aproximado de cuanto duró el episodio. Las consecuencias para algunos, tal vez los más inocentes, quizás serán para toda la vida.
Eso yo nunca lo sabré. Éramos todos extraños, puestos ahí por el destino, en la Avenida Lope de Vega, en el mismo punto y a la misma hora. Una colisión tan precisa que le hubiese podido costar la vida a más de una persona.
Salía yo del estacionamiento de una tienda de artículos del hogar a eso de las 10:30 a.m. Daba marcha atrás en mi auto, centímetro a centímetro, mirando por el espejo retrovisor y los cristales esperando la oportunidad de que algún conductor, de esos que van a toda prisa y enajenados del mundo mirando sus celulares, me cediera el paso. Pero nadie lo hacía, ningún conductor disminuía la velocidad. Al contrario, todos parecían pisar el acelerador para pasar primero, "yo primero, yo primero, yo primero" antes de que yo me les echara encima "a la fuerza". Así estuve un minuto, esperando la oportunidad de avanzar. Parada.
Viré la cabeza una vez más para mirar la carretera sobre mi hombro derecho cuando veo que un par de individuos montados en una motocicleta azul empiezan a reducir la velocidad. En un instante, la goma de atrás de su moto desapareció debajo del guardalodos de un carro verde que se les vino encima por detrás. Ya no vi más a los motoristas, cayeron a la carretera, el carro siguió para encima de ellos, el guardalodos hundido. El guardián de la puerta de la tienda pegó un brinco olímpico y vi sus cejas arquearse sobre sus negros lentes, su boca abrirse del susto. El carro verde finalmente se detuvo y en mi cuerpo, que es testigo de todo, empezó a sentirse el terror...
Puse mi carro en "parking", saqué las llaves, agarré mi celular, se me cayó por los nervios, lo volví a agarrar, me bajé de mi auto. "Tengo que llamar a emergencias", pensé, y cuando voy llegando al punto del atropello, vi el horror plasmado en la cara de una mujer, que salió a media avenida por la puerta del pasajero del carro verde.
Mis oídos habían dejado de escuchar, pero mis ojos los compensaron con agudeza. Debió ser la adrenalina. En los brazos de la mujer, vi una criaturita, su boquita -aún sin dientes--abierta en un grito, sus ojitos cerrados del llanto o el dolor y un hilo de líquido rojo que corría por el brazo de la mujer, goteando hasta el suelo.
No hice más que acercarme a la escena, con la intención de ayudar, cuando vi que la conductora del carro verde me miró con odio. Puro odio. "¿Por qué la gente no para?", sé que grité a todo pulmón. Y así, ante la mirada incrédula de todos, se montaron las mujeres con el bebé con la cabeza herida en el carro verde y aceleraron para perderse en el tránsito de la avenida.
No querían ser ellas las culpables de nada. Se dan a la fuga. Los motoristas atropellados se quitaban el sucio de las mangas.
"Doña cálmese", me dicen a mí los que allí se habían congregado. "Hay que llevar a ese bebé a una clínica", les grito. "Por lo menos, a una clínica". Giré la cabeza panorámicamente y vi como otros seguían por su camino, como si nada estuviera pasando, como si el atropello de un par de motoristas, como si el que un bebé en la falda de un adulto desabrochado en el asiento delantero de un vehículo que viaja a exceso de velocidad fuera la orden del día; como si un infante herido porque le pegó con su tierna cabecita a un cristal - con quién sabe la gravedad--fuera lo común. "Doña cálmese, yo lo que le vi al bebé fue...". Un minuto a veces tarda una eternidad.
No hay nada que hacer.
Y entonces me cae encima el peso del riesgo que me he tomado. Son tantas las veces que me han aconsejado, o más bien indicado, que en este país en la calle es mejor que no me detenga a ayudar. Recuerdo que me han establecido que una "Doña" como yo, de esas que andamos manejando un buen auto, maquilladas y con prendas, no podemos pararnos a socorrer a nadie en la calle porque podemos ser ahí mismo convertidas en víctimas de nuestro espíritu de "buen samaritano". Podemos ser atacadas, robadas y secuestradas. Y regresa a mi cuerpo el terror. Nos pueden acusar en falso de haber causado un accidente. Nos pueden acusar de ser las agresoras si llevamos a alguien herido a un hospital. Nos pueden demandar porque sí, porque ven en nosotras la oportunidad de llenarse los bolsillos con dinero.
He sido una imprudente; soy madre, esposa, hija y hermana y he puesto mi vida en peligro. Y pienso "aquí estoy, Joselly Castrodad, aquí en la capital dominicana, y no he logrado nada más que parecer una desquiciada. Una total y absoluta loca buena samaritana".
Camino hacia mi carro ya con las manos temblorosas, las rodillas flojas, el estómago revuelto y me monto en mi asiento, cierro la puerta con seguro y empiezo a llorar. Trato de respirar profundamente, pero se me hace difícil. Tengo que llegar a mi casa. Treinta segundos bastan para ver la vida de algunas personas por lo que es... Egoísmo.
Pero yo me rehuso a creerlo un absoluto.
Para recuperar la fe: